Alberto Romero Blanco, Universidad de Alcalá
La pérdida de vidas humanas y el sufrimiento son, indudablemente, las peores consecuencias de cualquier conflicto bélico. Otros impactos de las guerras, como las crisis económicas, prolongan e intensifican esos efectos.
Algunos de esos impactos están aún muy poco estudiados y, sin embargo, pueden contribuir significativamente a empeorar las consecuencias de las contiendas. Ese sería el caso de las invasiones biológicas, un fenómeno que puede verse alentado por los conflictos armados.
Las especies exóticas invasoras pueden socavar seriamente el funcionamiento de los ecosistemas, la economía y la salud humanas, lo que dificulta la recuperación de las sociedades afectadas por la guerra. Las actividades humanas realizadas durante los preparativos para el conflicto, el conflicto en sí y el periodo de posguerra catalizan la introducción, establecimiento y propagación de estas especies.
Polizonas de cargamentos
Un fenómeno habitual en las guerras es el movimiento masivo de personas, cargamentos de suministros y material militar (armas, munición, vehículos) que pueden contener especies exóticas o sus propágulos.
Esa fue probablemente la vía de entrada en varios países europeos del escarabajo de la patata (Leptinotarsa decemlineata) durante la Primera Guerra Mundial, una peligrosa plaga para los cultivos de solanáceas. Originario de México, este insecto viajó como polizón en un cargamento de alimentos procedente de Estados Unidos hacia Burdeos (Francia), desde donde se expandió a otras naciones europeas.
La serpiente arborícola marrón (Boiga irregularis), nativa de varias islas de Melanesia occidental, fue introducida en torno a 1949 en la isla de Guam mediante el transporte de equipamiento militar, donde ha diezmado gravemente las poblaciones de aves, reptiles y anfibios.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Pearl Harbor se convirtió en un hervidero de especies marinas exóticas introducidas inadvertidamente con la ayuda de los navíos que entraban y salían constantemente de la base naval.
Otro ejemplo paradigmático es el de la flora castrense, un conjunto de especies vegetales exóticas que se propagaron por el frente alpino entre Austria e Italia durante la Primera Guerra Mundial procedentes de regiones mediterráneas y centroeuropeas. Las semillas de estas especies se dispersaron adheridas a los uniformes de los soldados y, sobre todo, en los numerosos cargamentos de forraje destinados a servir de alimento a los animales de carga.
Como armas biológicas
Los ejemplos anteriores involucran a especies exóticas que fueron introducidas accidentalmente. No obstante, muchas otras protagonizaron introducciones deliberadas con diversos objetivos.
Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial se utilizaron plantas exóticas para camuflar instalaciones militares en el Pacífico. El ejército japonés plantó Leucaena leucocephala, un arbusto de América Central, en las islas Ogasawara y lo mismo hicieron las tropas norteamericanas con el arbusto europeo Ulex europaeus en el estrecho de Puget.
El teatro del Pacífico también presenció la introducción deliberada del pez norteamericano gambusia (Gambusia spp.) por parte del ejército estadounidense para reducir las poblaciones de mosquitos.
Ya en la posguerra, la herbácea africana Cynodon dactylon se introdujo en varias islas del Pacífico para restaurar la cubierta vegetal. Gracias a estas acciones, muchas de estas especies exóticas se han expandido ampliamente hasta convertirse en problemáticos invasores.
Aun con todo, el uso más condenable de las especies invasoras ha sido como armas biológicas, ya sea para perjudicar al ejército o población de la nación enemiga o para socavar la economía atacando a la agricultura y la ganadería.
Por ejemplo, según la crónica de Gabriel de Mussi, cuestionada actualmente por algunos autores, en 1346 la horda mongola catapultó cadáveres infectados con Yersinia pestis, la bacteria causante de la peste negra, hacia el interior de la colonia genovesa de Caffa, desatando una grave epidemia que los supervivientes propagaron al huir hacia Europa.
Siglos después, en 1763, el ejército británico utilizaría mantas contaminadas con el virus de la viruela contra los indios Delaware.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Francia y Alemania desarrollaron programas secretos para devastar los cultivos de sus enemigos esparciendo escarabajos de la patata.
Posteriormente, los hongos exóticos serían los protagonistas durante la Guerra Fría. Estados Unidos llegó a almacenar unos 30 000 kg de esporas de la roya negra del cereal (Puccinia graminis f.sp. tritici) para arruinar los campos de trigo de la URSS, aunque no llegó a utilizarlas. Con un objetivo similar, Irak trató de convertir en armas los hongos del género Tilletia sp. y Aspergillus sp. para emplearlos contra Irán.
Colonizadoras de ruinas
Las guerras también generan perturbaciones significativas en el entorno que facilitan el establecimiento de especies exóticas, tales como cambios en el uso del suelo, degradación de los ecosistemas y desplazamiento de las especies nativas.
Por ejemplo, parte de la flora castrense de los Alpes que ha sobrevivido hasta nuestros días muestra una distribución asociada a zonas donde antes había un cuartel o líneas de teleférico que transportaban forraje. Asimismo, el lilo de verano (Buddleja davidii), un arbusto del Tíbet y China cultivado extensamente con fines ornamentales, invadió exitosamente los cráteres y las ruinas dejadas por los devastadores bombardeos de la Luftwaffe en Londres.
La escasa regularización de los conflictos bélicos los convierte en importantes vías de introducción y propagación de especies exóticas invasoras, las cuales pueden amplificar los devastadores impactos de las guerras. Establecer protocolos coordinados y revisados regularmente de inspección y desinfección del personal y equipamiento militar, así como prohibir el uso de armamento biológico, contribuiría a mitigar el riesgo de invasiones biológicas asociado a las guerras.
Alberto Romero Blanco, Personal docente e investigador en la Universidad de Alcalá. Invasiones biológicas y ecotoxicología, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.